Sergio López de Arbina Aznar
Asesor en Comunicación Pública
La casuística en torno a los riesgos derivados de la esfera digital y la cultura de la pantallización es prolija, y sus efectos se han hecho notar (no sin cierto morbo innato al ser humano) incluso en la gestión de informaciones otrora secretas por parte de Gobiernos y organizaciones transnacionales. La tentación de enfocar el asunto hacia bombas de relojería como Wikileaks o los papeles del señor Snowden es grande, pero la desprotección extiende sus tentáculos hasta abrazar la privacidad y la supuesta libertad de cada individuo en acciones tan cotidianas como realizar una compra “online” o chatear con tus colegas vía WhatsApp.
La citada aplicación ha tenido que lidiar precisamente con varios frentes que amenazaban su reputación y la del creador de semejante criatura diabólica (así la denominarían los más escépticos, mas no seré yo quien defienda terminología tan extrema); uno de ellos fue filtrado por el propio CNI en un informe demoledor acerca de los riesgos de uso de WhatsApp, así como la vulnerabilidad de la información facilitada por sus usuarios en los procesos de registro. Cualquiera puede hacerse con nuestra cuenta de usuario, leer los mensajes recibidos y enviar comunicaciones en nuestro nombre, advierten desde el Centro Criptológico Nacional.
En este contexto, cabría preguntarse a quién debemos temer como ciudadanos portadores de derechos fundamentales tanto fuera de la Red como dentro de ella. ¿Los Gobiernos nos vigilan? Una respuesta afirmativa escandalizará a pocos, pero sería injusto convertirles en blanco único de nuestra ira; no en vano, los mercados globalizados y definidos por transacciones financieras carentes de ética y de alma han creado el germen capitalista de un nuevo Gran Hermano: las corporaciones o empresas multinacionales. Éstas compiten por la atención del usuario en ese mundo paralelo al que hemos convenido en denominar “Internet”; compiten, pues, por el intangible que mayor beneficio económico puede reportarles bajo las reglas del modelo de negocio digital (modelo tantas veces puesto en entredicho y, aún hoy, difuso en lo concerniente al retorno de inversión publicitaria, por poner un ejemplo concreto).
A partir de ahí, todo vale para recabar y analizar hasta límites enfermizos los perfiles de comportamiento de los internautas, dejando cuasi obsoletas las tradicionales segmentaciones por criterios como edad, sexo u origen, y logrando nichos mucho más especializados en base a características psicológicas y actitudes sociales previstas. Las cantidades indecentes que se pagan por estos estudios, por no mencionar los desarrollos tecnológicos que permiten extrapolar dicha información mediante herramientas de marketing relacional y otras, parecen avalar esta práctica de secuestrar la privacidad de las personas tras el manto de un objetivo tan legítimo como el de adecuar la oferta a las necesidades de la demanda.
Malas noticias: seguimos perdiendo nuestro carácter anónimo. Lo hicimos en la creación o autoría, y ahora lo hacemos también en la mera observación o lectura. Allí donde creemos pasar desapercibidos, allí donde creemos ser aún libres, caemos víctimas de un sistema que promete hacernos más libres. Quizá la eterna dicotomía entre seguridad y libertad encuentre también aquí una de sus máximas expresiones. Y a todo esto, ¿qué está haciendo Europa ante el reto que se nos plantea? Por ahora, deambular a través de una nueva normativa, fuertemente criticada por activistas y expertos en Derecho, que otorga de facto vía libre a las operadoras para priorizar el tráfico en la Red con intereses comerciales; es decir, cualquier cosa menos proteger eso que se ha venido a denominar “neutralidad de la Red”. Sin sorpresas, en cualquier caso. Es la ventaja de ser, al menos en este asunto, un escéptico declarado.
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